Palabras de Benedicto XVI en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 9 mayo 2012 (ZENIT.org).- La Audiencia General de este miércoles tuvo lugar a las 10,30 en la plaza de San Pedro, donde Benedicto XVI se encontró con grupos de peregrinos y fieles llegados de Italia y del mundo. En su discurso en lengua italiana el papa, siguiendo su catequesis sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, ha centrado su meditación en el episodio de la liberación milagrosa de san Pedro de la prisión. Ofrecemos el discurso del santo padre.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera detenerme en el último episodio en la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su puesta en libertad por la intervención milagrosa del Ángel del Señor, en la víspera de su juicio en Jerusalén (cf. Hch. 12,1-17).
La historia está una vez más marcada por la oración de la Iglesia. San Lucas, en efecto, escribe: "Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él" (Hch. 12,5). Y, después de que salió milagrosamente de la cárcel, con motivo de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se dice que "un grupo numeroso se hallaba reunido en oración" (Hch. 12,12). Entre estas dos notas importantes de la actitud de la comunidad cristiana de cara al peligro y a la persecución, viene contada la detención y la liberación de Pedro, que abarca toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una impensable e inesperada liberación, mediante el envío de su ángel.
La historia recuerda los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, la Pascua hebrea. Como sucede en aquel evento fundamental, también en este caso la acción principal se lleva a cabo por el Ángel del Señor que libera a Pedro. Y las mismas acciones del Apóstol --que se le pide que se ponga de pie rápidamente, ponerse el cinturón y ceñirse las caderas-- reflejan a aquel pueblo elegido en la noche de la liberación por la intervención de Dios, cuando fue invitado a comer a toda prisa el cordero, con las caderas ceñidos, las sandalias en los pies, el bastón en mano, listo para salir del país (cf. Ex. 12,11). Así, Pedro pudo exclamar: "¡Ahora sé que realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch.12,11). Pero el ángel recuerda no sólo la liberación de Israel de Egipto, sino también la Resurrección de Cristo. Nos dicen, en efecto, los Hechos de los Apóstoles: "De pronto apareció el ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar" (Hch. 12,7). La luz que llena la habitación
de la cárcel, el acto mismo de despertar al Apóstol, nos refieren a la luz liberadora de la Pascua del Señor, que vence a las tinieblas de la noche y del mal. La invitación, por último, "Pónte el cinturón y sígueme» (Hch. 12,8), se hace eco en nuestros corazones las palabras de la primera llamada de Jesús (cf. Mc. 1,17), que se repite después de la resurrección en el lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: "Sígueme" (Jn. 21,19.22). Es una apremiante invitación a seguirlo: solo saliendo de sí mismo para entrar en el camino del Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel; se observa, en efecto, que mientras la comunidad cristiana ora fervientemente por él, Pedro, "dormía" (Hch. 12,6). En una situación así crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que denota tranquilidad y confianza; él se fía en Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos y se abandona totalmente en las manos de Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, en solidaridad con los demás, confiando plenamente en que Dios nos conoce en el fondo y cuida de nosotros al punto que --dice Jesús-- "hasta los cabellos de sus cabezas están todos contados. Así que no teman..." (Mt. 10, 30-31). Pedro vive la noche del cautiverio y de la liberación de la cárcel como un tiempo de su seguimiento al Señor, que vence las tinieblas de la noche y libera de la esclavitud de las cadenas y del peligro de la muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios momentos descritos cuidadosamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa el primero y el segundo puesto de guardia hasta la puerta de hierro que conduce a la ciudad: y la puerta se abre sola frente a ellos (cf. Hch. 12,10). Pedro y el ángel del Señor realizan juntos un largo trecho de camino, hasta que, entrado en sí mismo, el Apóstol es consciente de que el Señor verdaderamente lo ha liberado y, tras haberlo pensado, va a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos están reunidos en oración; una vez más, la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es confiar en Dios, fortalecer su relación con Él. Aquí me parece útil recordar otra situación difícil que ha vivido la comunidad cristiana de los orígenes. Santiago habla de ello en su Carta.
Es una comunidad en crisis, en dificultad, no a causa de la persecución, sino porque en su interior hay celos y contiendas (cf. St. 3,14-16). Y el Apóstol se pregunta la razón de esta situación. Se encuentra con dos razones principales: la primera es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus propios deseos, del egoísmo (cf. St. 4,1-2a); el segundo es la falta de oración: "no piden" (St. 4, 2b) --o la presencia de una oración que no se puede definir como tal-- "Piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones" (St. 4,3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si toda la comunidad hablase con Dios, rezando asiduamente y unánime de verdad. Incluso el discurso sobre Dios, de hecho, puede perder su fuerza interior y hasta el testimonio se seca si no están animadas, apoyadas y acompañadas por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Un recordatorio importante para nosotros y nuestras comunidades, tanto las pequeñas como la familia, así como las más amplias como la parroquia, la diócesis, la Iglesia entera. Me hace pensar que han orado en esta comunidad de Santiago, pero han orado mal, sólo para sus propias pasiones. Continuamente debemos aprender a orar bien, realmente orar, orientarla hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en cambio, que acompaña la prisión de Pedro es realmente una comunidad que ora toda la noche, unida. Y es una alegría que llena los corazones de todos, cuando el apóstol llama a la puerta inesperadamente. Es la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así que de la Iglesia sale la oración por Pedro y a la Iglesia él regresa para contar "cómo el Señor lo había sacado de la cárcel" (Hch. 12,17). En aquella iglesia, donde él es colocado como roca (cf. Mt 16:18), Pedro cuenta su "Pascua" de liberación: él experimenta que en el seguir a Jesús está la verdadera libertad, está rodeado por la luz radiante de la resurrección, y por esto puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y que "realmente envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch. 12,11). El martirio que sufrirá después en Roma, lo unirá definitivamente a Cristo, quien le había dicho: Cuando seas viejo, otro te llevará donde no quieras, para indicar de con qué muerte había de glorificar a Dios (cf. Jn. 21,18-19).
Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro contado por Lucas nos dice que la Iglesia, cualquiera de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero es la incesante vigilancia de la oración la que nos sostiene. Yo también, desde el primer momento de mi elección como Sucesor de San Pedro, me he sentido siempre sostenido por las oraciones de ustedes, la oración de la Iglesia, especialmente en los momentos más difíciles. Gracias. Con la oración constante y confiada, el Señor nos libera de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la paz del corazón para hacer frente a las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición, la persecución. El episodio de Pedro muestra el poder de la oración.
Y el Apóstol, aunque en cadenas, se siente confiado, en la certeza de no estar nunca solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca; él sabe que "el poder de Cristo triunfa en la debilidad" (2 Cor. 12,9). La oración unánime y constante es una valiosa herramienta para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque es el estar profundamente unidos con Dios, lo que nos permite también estar profundamente unidos a los demás.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.